Cuando dejas a Dios tocar tu miseria

En la primera lectura es la palabra de Dios la que hace descubrir al hombre el propio pecado.

En evangelio el hombre hospeda en su casa a  la Palabra, pero no deja que ilumine su interior.

La palabra de Dios —«llevada» por el profeta Natán— penetra en el palacio real de la infamia, rompe el muro del silencio, arroja un haz de luz sobre el pecado que había tratado de ocultar.

«¡Tú eres ese hombre!». Uno que, aunque rey, aparece a los ojos de Dios simplemente como un hombre miserable.

Pero en este momento David descubre la salvación. Consistiendo en la denuncia profética que le arranca la máscara.

David renuncia a justificarse, y se acusa: «He pecado contra el Señor».

Después de esta confesión explícita, llega inmediatamente, sorprendente, el anuncio de la gracia: «Pues el Señor perdona tu pecado. No morirás».

La palabra que David antes había «despreciado», haciendo descaradamente «lo que a él le parece mal», esa misma palabra que se reveló implacable en la denuncia del pecado, ahora se convierte en palabra que anuncia el perdón.

La hipocresía no deja filtrar la luz

El fariseo, por el contrario, que también ha hospedado a Jesús en casa no le ha permitido inspeccionar las miserias y hacérselas descubrir;no se deja desmantelar las defensas invulnerables levantadas por la hipocresía.

No ha entendido que la grandeza (y la salvación) del hombre consiste en admitir —como ha hecho David— soy «un pobre hombre».

No ha caído en la cuenta de que el verdadero pecado es «ausencia de amor». Que el arrepentimiento es reconocimiento de los propios incumplimientos frente al código del amor, y deseo intenso de amar y ser amado. Que el perdón no es otra cosa que experiencia de la plenitud del amor.

El fariseo «sabe» los pecados de la mujer intrusa.

Pero «no sabe» que no existe ninguna virtud que pueda llenar o sustituir el vacío de amor.

El se contenta con estar en regla, irreprensible, con mantener el orden exterior. Tiene miedo de las lágrimas (le estropearían el truco, le descolocarían la máscara).

No acepta el riesgo de ser despojado de las apariencias, de descubrir la propia miseria escondida y de emprender el camino comprometido del amor fiel.

«Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor». «...Pero al que poco se le perdona, poco ama».

El perdón limitado, sin embargo, no se debe a la escasa generosidad del Acreedor, sino únicamente al pecado imperdonable de quien no se considera culpable, a la ceguera de quien ama la luz para brillar y no para dejarse hurgar dentro.

«No ha pasado nada», quiere hacer creer David. Pero después descubre que ha sucedido algo enorme: su pecado y el perdón de Dios.

«Todo debe continuar como antes» es el programa del fariseo (esto se puede leer entre las líneas de los invitados e incluso del menú). Y pierde la ocasión irrepetible de hacer suceder algo nuevo y decisivo en aquella existencia «regular».

Una absolución de una serie de delitos.

Una mujer pecadora «liberada» del peso del pasado.

Y solamente él, el fariseo, condenado a «repetir» el vacío, obligado a la penitencia interminable de mirarse al espejo para contemplar la máscara trasplantada y puesta en lugar del rostro.

La mujer ha llenado el vacío dejando sitio al amor en la propia vida.

Hay algo peor que matar la oveja del vecino pobre. Y es «restituirla» a Dios, con alguna práctica cultual.

Hay algo peor que sofocar la voz de la conciencia. Y es no experimentar la alegría de una palabra que dice: «¡Vete en paz!»

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